Aquella noche descubrió a Love of Lesbian como se aprenden muchas de las cosas deliciosas, casi por casualidad. Empujada por los aparentes caprichos musicales de su pareja, acudió al concierto arrastrada, resignada, enamorada. Zarandeada por criterios que no había terminado de compartir a pesar de las múltiples y pacientes repeticiones.
Decíais que John Boy era boreal…
Sinceramente yo lo detestaba hasta morir.
¿Un teatro?, que excitación musical le podía deparar aquel lugar reservado para otro tipo de interpretaciones líricas. De forma sorprendente el acto comenzó puntual.
El escenario se abría ante ellos imponente, mudo, con los instrumentos descansando huérfanos de melodía.
La luz se desmayó, con cual van a empezar
a ti te daba igual, dijiste “acertará”.
Lentamente apareció en escena una guitarra acústica exquisitamente afinada y el cantante del grupo entonando una canción lenta con ese tono de voz tan peculiar.
Aquello no comenzaba bien, demasiado pausado.
Mirando en el trayecto a su novio, quien sonreía magnetizado, giró la cabeza dándose cuenta que los huecos rojos que había contemplado al principio se llevaban lentamente de siluetas impacientes.
En el segundo tema, algo más rápido, cerró débilmente los ojos.
La iluminación le estaba jugando malas pasadas y el reflejo de los focos en las brillantes y danzarinas guitarras, en ocasiones le cegaba. Desviando su atención.
A Santi Balmes, el vocalista, costaba entenderle cuando se dirigía al público. Parecía que aquello se le iba a hacer muy largo.
Varios espectadores lejanos lanzaban esporádicas e infantiles consignas hacía el grupo.
Tuvieron que ser acalladas cortésmente por Santi recodándoles la naturaleza del lugar en el que se encontraban.
Yo no soy fan, otro fan de John Boy.
Odio a John Boy, tu odiarás a John Boy…
Pronto, como una súbita brisa de aire fresco, cambió su percepción de aquella experiencia. El cantante, consiguió arrancarle una sonrisa con su cercanía, sus ocurrencias y la empatía que transmitía hacía un público cada vez más sometido.
Levantada del asiento, como todos los demás que agitaban hipnóticamente los brazos, se fue deslizando entre las canciones. Deleitándose en cada detalle. Percibió que nada sobraba en el escenario, cuando un músico no participaba abandonaba la escena para no entorpecer la labor de sus compañeros.
Niña imantada consiguió estremecerla.
Después de colores de una sombra, al fin comprendió que aquello no era un concierto.
Love of Lesbian les estaban contando una historia a través de letras reviradas, cómicas ocurrencias, música exquisita y entrega absoluta.
Ya no prestaba atención a los rebeldes focos que ahora bailaban armónicamente.
La acústica, era perfecta.
Envolvente.
El sonido sabía exactamente donde rebotar para cubrir a todos.
El teatro tan pronto era un estadio como una catedral.
El grupo consiguió poner todo boca abajo, los sentimientos patas arriba, con un cambio de ritmo brutal en Allí donde solíamos gritar.
Love of Lesbian se sentían a gusto, como en casa, habían conectado hábilmente con el público. Santi jugaba con cientos de voces y manejaba su alocado cantar como un instrumento más de la banda.
Un coro entregado dirigido sin esfuerzo.
La sensación de catarsis se percibió cuando Santi agradeció emocionado el respetuoso silencio con que el público recibió al solitario piano en la canción Limusinas, un sabroso dulce para su hija, culminado y ligeramente amargo tras una apreciación algo malvada hacía algunos seguidores ausentes.
Estaba emocionada, transportada a mil mundos por la fuerza y complicidad de lo que se movía en el escenario. Identificó varias canciones que había escuchado previamente, como música de ascensores o la parábola del tonto, temas lentos en el estudio, algo empalagosos en una primera escucha, melodías de manos entrelazadas y besos furtivos pero a las que les dotaron de ritmos frenéticos y finales sorprendentes, rompedores, eléctricos, sonoros, infinitos, inolvidables.
Ni siquiera sobró la anacrónica y exhibicionista aparición del bajista con el torso al aire, vestido en ropas de leopardo y lanzando a las primeras filas los esparadrapos que cubrían sus pezones.
Sin darse cuenta, se había colado en medio de un espectáculo digno de recordar.
Como es posible que haya estado en sus infiernos,
es imposible…
Unicamante les obsequiaron con un largo bis en el que terminaron de levantar al público con varios temas, dos de ellos encadenados y culminados con Club de Fans de John Boy. Algo más que una canción, un himno con el que se sintió identificada por todo lo que acababa de vivir.
Un telón invisible cayó con Vamos a romper las ventanas, perfecto epílogo para el original álbum 1999 y para cualquier concierto que se precie.
Casi nadie intentó una segunda reaparición.
No era necesario.
Todos, sobre y bajo el escenario se sentían completo. Satisfechos.
El aplauso final cuando el conjunto salió a saludar fue realmente sincero y emotivo.
Colmado de admiración y nobleza por ambas partes.
Se levantó y abrazó a su novio.
Regalándole dos besos y susurrándole una estrofa recién aprendida.
Abandonó el teatro con la certeza de volverles a ver.
Llevando las palmas de las manos calientes, media voz cansada, un sabor dulce en la boca y la promesa del grupo de regresar con más enjundia en febrero aún retumbando en sus satisfechos oídos.
Y ahora ya soy, otro fan de John Boy..