Suenan las crujientes guitarras y los primeros versos de “La zona sucia” y uno ya sabe lo que se va a encontrar. “Te diré, entre tú y yo”, comienza a recitar Nacho Vegas con su habitual poesía, entre lírica y simbólica, “que me dan miedo las tormentas, que ahora veo que una se acerca, que en el cielo hubo un temblor” y nos adentra poco a poco en su desgarrado mundo. Un mundo poblado por una especie de melancolía, marca de la casa, pero esta vez salpicada con una cierta esperanza, con la alegría de saberse saliendo del agujero. Canciones que son tormentas que, más que estallar, ya lo hicieron, y lo que queda es la calma de después de la lluvia y los truenos.
El disco empieza y se llena de medios tiempos suaves, de una acústica casi obsesiva forjada a base de pianos, teclados, acordeones e instrumentos tintineantes disturbados sólo por toques de guitarra eléctrica, y con la voz seria y cavernosa de su autor como protagonista total. Sonidos de un cantautor folk a la mayor gloria de los clásicos, desde Bob Dylan a los Byrds pasando con ese toque grisáceo de cielos nublados y playas de invierno de letristas como Mikel Erentxun en busca de la emoción sin pausa descrita con frases perfectas.
Música que emociona en todos sus diversos formatos, con la sencillez desnuda de “Cuando te canses de mí” o “Incendios”, con el progresivo in crescendo de “La gran broma final”, con esa especie de rumba cantábrica de “Reloj sin manecillas” o incluso con la presencia infantil con coros de niños en “Perplejidad” y “Lo que comen las brujas”. Un disco sutilmente variado que con toques aquí y allí se salta la tónica y tópicos de los lobos esteparios que cantan en soledad sus penas.