Nunca vi nada igual, siquiera parecido. Tan bello, tan hermoso, tan sincero, tan intenso, tan natural, tan increíble. Irrepetible. Han pasado varios días y aún no he logrado asimilarlo. Cuando encendieron las luces al final del concierto, el impacto era notable en las caras del público que llenó el Lope de Vega el pasado lunes. Los rostros se dividían entre brillantes ojos llorosos y el shock tremendo por la emoción vivida. Con el corazón temblando y un tremendo manotazo en el alma. Emoción de la buena, que dice ella. Lágrimas de las buenas.
Nadie pudo resistirse a liberar al menos una lágrima para celebrar que estamos vivos y sentimos. Hasta ella, que parece ser la que guarda con mayor entereza en todo el teatro la intensidad de su canto y sus canciones, como separando el ente del arte que interpreta de la persona que nos habla y nos hace sonreír entre canción y canción; hasta ella, que ríe por los ojos, cae al final, cuando el Lope de Vega le aplaude durante minutos y minutos en pie, sin parar.
Ella es Silvia Pérez Cruz, vestida de nit, entre cuerdas, colgando el cartel de “no hay entradas” en la taquilla del Lope de Vega desde hace dos meses. Aparecía entre las sombras del escenario cuando las sobrias luces sólo alcanzaban a Joan Antoni Pich y su violonchelo. Y entonces se hizo la magia. El resto del quinteto de cuerda iba apareciendo en escena mientras “Cinco Farolas” crecía poco a poco.
Sonaron las canciones de su último disco, “Vestida de Nit”, que recoge las canciones con las que, junto al quinteto, ha estado girando durante los últimos años: el valsecito peruano del venezolano Simón Díaz, “Tonada de luna llena”; el desgarrador fado “Estranha forma de vida”, el doloroso y tristemente vigente “Corrandes d’exili”, las simpáticas “Mechita” y “Asa Branca” (esta última del brasileño Luis Gonzaga)… Silvia Pérez Cruz también cantó a Javier Ruibal y su “Por tu amor me duele el aire” y al argentino Fito Páez, “Carabelas de la nada”.
La intensidad de algunos momentos es insuperable. Silvia invita a subir al escenario a la bailaora Rocío Molina. Se encontraron en el avión Barcelona – Sevilla, unas horas antes del concierto. Era la primera vez que coincidían en persona, a pesar de haber visto mutuamente sus espectáculos en los días previos. Era una sorpresa hasta para los propios músicos, a los que Silvia sólo les instó a que jugaran, a que “subieran y bajaran”. Y el resultado de esa improvisación, sobre “Loca”, fue maravilloso. Rocío Molina se deshacía en el escenario con cada nota, la canción se encarnaba en su movimiento. Se desmoronaba y se recomponía, atrapando en el aire las palabras de Silvia. Dejándolas volar, escapándose entre sus dedos. La conexión entre las artistas fue inhumana, más allá de lo imaginable, ambas acababan sumidas en la oscuridad, frente a frente, de rodillas. Abrazando el arte como ellas mismas se abrazaban emocionadas mientras el aplauso del público parecía no acabar nunca.
Y ese aplauso, que duraba minutos, se repetiría a partir de aquí a cada instante. Silvia Pérez Cruz guardaba en su mano la última nota de cada canción. Entonces había unos segundos de silencio, de corazón detenido, la parálisis de la emoción, que llega a agarrotar, deteniendo el nudo en la garganta. Y luego el aplauso, atropellado, como derramándose, tronando apasionantemente varios minutos en el Lope de Vega. Como ocurrió tras “No hay tanto pan” o “Hallellujah”, que hizo romper a llorar hasta a la violinista Elena Rey. Cómo de hermosa no sería esa interpretación que hasta los músicos que la han ensayado mil veces no podían contener el sentimiento. La grave voz de Leonard Cohen parecía susurrar, orgullosa, sus versos junto a Silvia.
Tras una simpática sorpresa para felicitar el cumpleaños a la violinista, tarta y velas incluidas, el irremediable final comenzaba a acechar. El primer amago de despedida fue con “Chorando se foi”, una versión más invernal y pausada de la popularmente conocida como la “Lambada”.
Luego llevaron los bises. Esa preciosa habanera, toda poesía, que escribió su padre, Castor Pérez, “Vestida de nit”. Se puede oler la sal del mar bañando las calas de Palafrugell, sobrevolado por gaviotas. La coda del tema se convierte en un lienzo en blanco sobre el que improvisar y Silvia se saca de la chistera versos de “El Manisero”, de Amy Winehouse, de Beyoncé y hasta de Los Del Río, uno de los momentos más divertidos de la noche, de pura fiesta y creatividad.
Volvería para, primero, cantar a capela a un teatro mudo de respeto, y luego, despedirse definitivamente con “Gallo rojo, gallo negro”. En un momento solemne, con todos los músicos en pie, al borde del escenario. El aplauso atronador mereció durar días.
Un quinteto de cuerdas maravilloso, muy engrasado, sonando como uno solo, que dan juego a la imaginación y a la improvisación, a dejar que la música fluya libre. Con Elena Rey y Carlos Monfort en los violines, Anna Aldomà en la viola, Joan Antoni Pich en el violonchelo y Miguel Àngel Cordero en el contrabajo. Mis aplausos, además de para todos ellos, en escena, para Javier Galiana, arreglista de estas versiones.
Una mágica voz de seda que parece estar a punto de quebrarse por momentos. Nada más lejos de la realidad. Llega hasta donde quiere. Es capaz de sacar del hueso una flor. Vuela, vuela. Y siempre cae de pie. Cuánta emoción se agolpa en el costado. Quien no siente escalofríos escuchándola es que está muerto.
Una experiencia vital inigualable, casi espiritual. Un punto de inflexión tremendo para cualquier persona habituada a ir a conciertos. Un caballero explicaba en la entrada, al señor del teatro que nos recibía y picaba la entrada, que seguía a Silvia en sus conciertos por todo el mundo. El otro le respondía, bromeando, que entonces eso era “una cruz” para él. ¡Bendita cruz! Qué sabio ese hombre que decía no perderse nunca uno de los conciertos de la artista catalana. Qué pena que no podamos ir todos los días a ver a Silvia Pérez Cruz.