Indudablemente, es pecar de cierta redundancia adjuntar a un músico o a un creador la palabra “sensibilidad”. Pudiera parecer que dice cosa poca cosa. Un escritor de canciones no juega con más que con la sensibilidad. No obstante, sirva aquí “Pedro Guerra” como un adjetivo que acompaña a “sensibilidad”. Ese tipo de sensibilidad especial del canario, que sólo se pueden encontrar en sus canciones y en las de nadie más.
Porque sí. Las canciones de Pedro Guerra tienen esa especial sensibilidad característica suya, esa ternura, esa poesía, esa inocencia, esa sencillez, esa raíz que aún mantienen.
Las canciones de Pedro Guerra tienen esa cosa que hacen que el público de la Sala suspire un tierno “oh” e incluso rompa a aplaudir con tan solo los primeros acordes de “Deseo” o “Daniela”, y que, emocionado, aguante el ardiente nudo en la garganta y la amenazante lagrimilla al borde del abismo con “El marido de la peluquera”.
La inocencia de canciones que hablan del puertito de Güímar, de la infancia del hijo del alcalde, del joven Pedro que llegó a Madrid en busca de canciones y de otros dos mil recuerdos del pasado.
Las canciones de Pedro son un tremendo caudal poético, leal a sí mismo y profundo. Y a éstas ha ido a buscarle buena compañía en los sonetos de Joaquín Sabina, en Ciento Volando de Catorce. Les puso música y llamó a más de 30 artistas de primer nivel a cantarlas. El resultado es “14 de Ciento Volando de Catorce”, uno de los dos nuevos discos que venía a presentar a Sevilla. El otro disco, “Arde Estocolmo”, su colección de nueva canciones propias.
De la nueva cosecha pudimos escuchar “Arde Estocolmo”, “Márgenes”, “La Risa”, “La Perla”, “Insomnio”, “De Invierno”, “Esperando por mí”… y de las firmadas, en lo que a lírica se refiere, por Sabina: “La fe del carbonero”, “Sin puntos ni comas” y la flamenca “A Sabicas”.
Sentado en un taburete alto en el escenario, todo de negro y con zapatillas, junto a Luis Fernández en los teclados, ofreciendo matiz y diversidad con los múltiples timbres del sintetizador, y un pequeño ordenador que reproducía las programaciones rítmicas de las canciones de estos dos últimos discos, ofrecieron más de dos horas de poesía, de vellos de punta, de crítica social, en la noche del viernes; intercalando sus canciones más celebradas con las más recientes.
Siempre es especial vivir estos conciertos en la Sala, en la plaza del Pumarejo, una salita chiquita, cuidada al detalle, que ayer se llenó hasta la bandera o, mejor dicho, hasta el Rincón de Krahe. Y es siempre complicado acabar allí conciertos como éste. El músico está a gusto, el público disfruta. Es un ambiente de intimidad, familiar, que pone alfombra roja a la comunión entre artista y espectador. Esa cercanía y ese calor del público (calor estival y muy sevillano además ayer) hizo a Pedro volver una vez más después de “La lluvia nunca vuelve hacia arriba” y despedirse, dejándonos en espera hasta la próxima, con “Esperando por mí”.
Fotografías Antonio Andrés Arispón Paco