Un elemento fundamental a la hora de escuchar música es el contexto en el que lo hacemos. No es lo mismo estar en el salón de nuestra casa, con un buen equipo de sonido, que ir en el metro con unos cascos de Alsa y un mp3.
Siguiendo con la analogía se puede decir que en Madrid las principales salas de conciertos son un espacio que se asemeja más a los cascos gratuitos que nos dan en los autobuses que a un equipo Pioneer. Y el ejemplo más claro es la sala La Riviera, una auténtica jinkana en la que nunca sabes que nueva barrera arquitectónica te vas a encontrar: palmeras, vigas, amplificadores, barras, desniveles…en un contexto como ése es muy difícil disfrutar con plenitud de un concierto de música. Y más si hablamos de Quique González, un músico que exige de una escucha atenta si uno quiere admirar sus canciones.
A pesar de estas complicaciones los seguidores del songwritter casi abarrotaron la sala, amontonándose en escaleras, pasillos y gradas. Pasadas las 9 un intenso rugido y una nube de móviles alzados anunció la salida de la banda al escenario. En su constante deambular Quique ha vuelto a modificar su equipo de trabajo recuperando a viejos conocidos como Toni Jurado (batería) y Jacob Reguillón (bajo) e incorporando a nuevas caras (David Soler y Julián Maeso). El resultado, por ahora, no es consistente y la banda da muestras de estar en estado de acoplamiento, aunque se vislumbran ciertos rasgos destacables: la base rítmica, sobre todo Jurado, dota de mucho músculo a las últimas composiciones de Quique, cuyo nuevo disco, Daiquiri Blues, precisamente adolece de falta de pegada. Y si la batería da fuerza los pianos y hammnonds de Julián Maeso aportan calidez y sudor a los temas (sorprendente el sonido que consigue en Avería y Redención y en la remozada Hay partida), tomando un papel protagónico en muchas canciones. En cambio las guitarras de Soler suenan tímidas y desencajadas, buscando todavía su espacio en la banda. Quizá la responsabilidad de ocupar el lugar que antes tuvieron Carlos Raya o Javier Pedreira pesa más de lo que parece, aunque con el pedal-steel realizó mucha mejor faena. Mención especial merece el propio Quique González que por fin ha conseguido disfrutar de su voz, de la que saca mucho más partido del que se podía esperar.
Con el público expectante el grupo desbrozó casi todo el nuevo disco así como temas insignes de la carrera de González. En las más de dos horas de concierto la banda contó con el apoyo de varios amigos. Txetxu Altuve, de Los Madison, apareció en Pequeño rocanrol, canción que suele sonar desvalida desde que la meciera Enrique Búnbury y a la que Altuve decoró con su preciosa voz. Mario Raya se peleó con Bajo la lluvia y El campeón, luciendo más como guitarrista que como cantante, y el conspicuo César Pop emocionó a la sala con su piano en Nos invaden los rusos. También colaboró Pop en Riesgo y altura, canción lenta y plomiza que rompió el ritmo del concierto, mostrando que canciones demasiado reposadas no son bien recibidas en espacios como La Riviera en el que el público más cercano si parece estar en la burbuja del concierto pero el resto de la audiencia no termina de entrar en la dinámica. Sólo clásicos como Pájaros mojados, Salitre, Suave es la noche o Te lo dije levantaron a la sala entera, que también se estremeció con De haberlo sabido que Quique interpretó sólo con la acústica, tal y como hacía 10 años atrás en el Rincón del arte nuevo.
Con los bises el ambiente terminó de caldearse, con temas como La luna debajo del brazo, Vidas cruzadas y Miss camiseta mojada (¡quien diría en su momento, cuando fueron publicadas, que esas canciones iban a ser hits!), y la preciosa Su día libre, una joya que González definió como “la niña de sus ojos”. Con el público demandando la sempiterna Cuando éramos reyes la banda se despidió de un concierto más que notable, que en un espacio más adecuado -teatro- habría sido de sobrasaliente.