El flamenco es una de las expresiones musicales, y culturales, que más imaginario tiene poder de despertar. Pero gestionar toda esa carga, todo su poder, y resultar veraz es muy difícil y no siempre depende solo de una buena voz. Quintín Vargas, o su alter ego Quentin Gas, es una de las voces del panorama actual alternativo que mejor sabe evocar toda esa mitología única del flamenco. Y lo hace con el “aún más difícil”: torciendo el flamenco, abrazándolo a otras sonoridades y haciéndolo profano para después volver a elevarlo a sus altas cotas de divinidad.
Las canciones de Quentin Gas & Los Zíngaros van más allá de la interpretación de esa mitología, creando una nueva con la misma sensibilidad de los clásicos y presentándola en directo con una elegancia heredada de ellos. Lo demostraron con Caravana, más en la línea del rock andaluz de los setenta, y lo han vuelto a demostrar con Sinfonía Universal Cap. 02, una odisea flamenca en el espacio que solo puedo recordar conceptualmente a aquel lejano Fandangos in Space (1973) de Carmen.
La fuerza del grupo sevillano en directo es incomparable a la de cualquier formación nacional del momento por una sencilla razón. No es solo el sentimiento auténtico que desborda, la delicadeza de los quejíos de Quintín abrigados por una sección rítmica aplastante, ni las melodías de nostalgia andalusí que brotan de la guitarra hiper reverberizada. La fuerza de Quentin Gas es la de un constructor de escenarios, la de una calidez que convirtió la Sidecar el pasado viernes en un caleidoscopio de evocaciones que iría desde la caída lenta al vacío de Dharti a la agonía psicodélica en la que se convierte el clímax de Mala Puñalá como cierre del concierto.
Aunque pudo haber quien no entendiera las necesidades del concierto, en general el público acogió con los brazos abiertos al grupo, llenando la sala con su fervor, asombro ante las nuevas canciones y coros en las anteriores. Hacia el principio del concierto, Brahaspati sentaba las bases del nuevo universo de Quentin Gas, demostrando lo acertado de la incorporación de las cascadas de sonidos electrónicos de Bronquio a los teclados y el pulso hipertérrito de Tony Picante a la batería, en lo que es una fiesta de sonidos arábigos, electrónica comedida y un ritmo duro y vibrante.
Durante todo el concierto le seguirían otras demostraciones de fuerza del nuevo disco como Shukra o Ravi. Dentro de estas sonoridades, la figura de Quintín sobre el escenario se mueve entre la fragilidad y la confianza, parece a punto de estallar en cualquier momento hasta que vuelve en sí, suelta dos frases de la mítica “Carmen, voy a tener que emborracharme” y comienzo un descenso lento hacia el ritmo hipnótico de IO. Pasado el ecuador del concierto, Deserto Rosso provoca el mismo efecto, con la magnética melodía del teclado conduciendo los quejíos de Quintín, hasta que la presión no aguanta más y ese “ritmo hipnótico” se desborda en la sala.
Parece que en un momento en el que las renovaciones del flamenco están a la orden del día Quentin Gas toma un puesto de “clasicismo” dentro de las mismas, pero es en esa posición desde la que impone una pureza poco comparable con otras formas de fusión. En la recta final del concierto, Shani abre el horizonte un poco más y bajo el mantra de “mira que me voy a morir” la batería se extiende hasta Mala Puñalá, donde todo parece cobrar sentido en esa espiral de ritmos y sonidos que se extienden hasta el infinito. Es el sentido del esfuerzo de una banda que viene (siempre) de lejos y aun así se esfuerza en hacer magia cada noche de concierto, en crear un nuevo capítulo del flamenco sin hacer el más mínimo ruido.