La guitarra que resonaba esa noche en las piedras de la Sidecar volvía a su lugar de origen once años después. Un lugar en el que, como cuenta el propio artista, se hizo con ella a cambio de un sueldo mísero y meses de comer arroz y lentejas. La conexión de Pablo Und Destruktion con Barcelona va más allá de esa lejana época en la que el asturiano estuvo afincado en la ciudad condal y de los obvios lazos sentimentales remanentes de ello, y el pasado viernes quedó bien claro.
En la conversación que hombre y guitarra mantienen con el público no solo se cruzan canciones de toda su trayectoria sino una inabarcable colección de historias que acumula el artista. Quizá su eterna compañera ya haya escuchado más de una vez alguna de ellas, pero la veracidad del asturiano hace que parezcan ocurrir por primera vez en ese mismo instante. Sería fácil hablar de la querencia predicadora de la figura de Pablo sobre el escenario pero lo cierto es que en esta ocasión se plantaba como alguien muy humano. Demasiado quizás.
Los primeros arrepentimientos de Puro y Ligero abriendo la noche suenan como una letanía incluso demasiado cercana, que coge de improvisto y con los sentimientos a flor de piel. El ambiente solo cedería cuando Pablo comenzase a desgranar con el público esa naturalidad inherente para conectar y desapegarse con humor de las peores circunstancias de sus canciones. Quizá así sea la única forma de soportar el peso de sus letras más punzantes y no darles, una vez finalizadas, la trascendencia que seguro no aguantaría que nadie les diera.
Quizá también sea la mejor forma de desnudar las letras de canciones como Mis animales o Pupilas dilatadas de ira a su más mínima expresión, solo frente al peligro y aguantando el silencio de todos los asistentes. La turbulenta voz de Pablo resonando en las bóvedas de la, por una noche, íntima Sidecar cumplía hasta cierto punto la metáfora mesiánica de esa especie de predicación de caverna bajo las piedras de la Plaza Real de Barcelona donde los turistas se amontonan sobre las terrazas interminables a la vista del lugar.
El camino a la inversa por toda su trayectoria ayuda a entender mejor la totalidad de los cuatro álbumes del asturiano. Y ayuda mejor a sentir La extranjera tal y como se concibió y, justo después, Pierde los dientes España, en un arrebato del momento, como quien le busca la otra cara de la moneda a la eterna balada de Animal con parachoques. A la mar fui por naranjas sería la última alusión de la noche a su último álbum, Predación, acompañada de una minimalista base introducida, bromeaba el músico, por si el público se aburría.
Haber cerrado un ciclo con la publicación de su último álbum es un hecho ya consumado, llevando a las salas un directo de mosaico, más que de presentación de su último trabajo. En ese mosaico entran, por supuesto, nuevos temas con los que parece sentirse más vinculado en esta nueva etapa. De entre ellas Puerto de Gijón supone la más brutal representación de un reflejo de sociedad extrapolable a cualquier ciudad esclava del siglo XXI. Gracias y Credo paisano, por su lado, ayudan a entender qué es aquello de “canciones bonitas” que el músico promete en su álbum venidero, con una sensibilidad única para tocar esos temas tan triviales que ahora el músico encara de una forma distinta.
A pesar de su aparente deseo de dejar los más clásicos atrás, en la recta final Limónov, desde Asturias al infierno levantaría los coros de los más fieles y A veces la vida es hermosa acabaría sonando, desde un principio recitado hasta su forma original, ante la insistencia de los presentes. Por otro lado, Tibio sería la despedida a esa especie de conversación a escondidas de la que teñía la noche barcelonesa. Una conversación que baja los temas místicos a tierra para tratarlos de tú a tú, con una magia y una profundidad que solo el asturiano puede manejar y salir indemne exponiendo todo lo que tiene a merced de su público.