Guitarra rockera, tambores “hippiosos”, bajo melódico y teclado a los doors. Tamburas, sitares, sánscrito y mantras. Versiones de los Purple y colorido hindú. Años sesenta en mitad de los noventa. Misticismo oriental mezclado con el rock más clásico. Se llamaban Kula Shaker y han vuelto, pero de otra forma.
Decir que Kula Shaker fueron unas estrellas es decir demasiado, pero que su debut “K” vendió más de un millón de discos y que agitaron una escena britpop dominada por los egos inflados de los hermanos Gallager, Damond Albarn y algún otro no es ninguna tontería. Y, ya que estamos, reconozcámoslo, a mí me cambiaron la vida. Sería que tendría sólo 18 añitos cuando sacaron aquel primer álbum pero su impacto en mis oídos fue tan inmenso que a partir de entonces la música que escuchaba -y no sólo la música- comenzó a cambiar.
Así que cuando pongo su nuevo disco y lo que oigo es un chelo a lo “Eleanor Rigby”, una voz suave y una percusión con cascabeles, me quedo un poco extrañado. Y es que oír “Peter Pan RIP” es encontrar un inicio perfecto para un disco pop acústico. La impresión se confirma con el arpegio de “Ophelia”: guitarra, flauta, cadencia y armónica sacadas de un Bob Dylan enamorado, eso sí, con una voz muy distinta. Llevamos dos canciones y los 60 han cambiado, ni rock fuerte ni hinduísmo.
Con “Modern Blues” aparecen los primeros Pink Floyd con su psicodelia, sus teclados, la superposición de sonidos y algunas voces desquiciadas de fondo. “Only love” nos devuelve los coros y las armonías repetitivas sacadas de la comunión grupal de una banda de hippies antes del anochecer. Y es que parece que el grupo, que ha grabado todo el disco en una de comuna de artistas en un bosque de Bélgica, ha cambiado inspiración sin cambiar de década. “All dressed up”, quizá lo mejor del disco, nos devuelve a los Kula Shaker de siempre, con un ritmo más ágil y algún gritito del cantante, y “Figure it all” supone la única instrumentación hindú y las pocas palabras en sánscrito que se escuchan en todo el álbum.
El resto del disco pasea con una tranquilidad excesiva por mis oídos, sin sorpresas ni sobresaltos. Y es esta tranquilidad su principal defecto. Es un disco que no me cuaja, que no rompe. Es como esa gaseosa sabrosa y refrescante abierta hace demasiado tiempo y que ha perdido su fuerza. Es un paseo nostálgico por hace 50 años, buscando una especie de espiritualidad sencilla y acústica en un rinconcito del bosque. Es un disco sin prejuicios, por el placer de hacer música, pero sin ambición también. Destacar, eso sí, el final con “Winters call”, una oda al invierno cuyo desarrollo progresivo termina por presentar un estilo que faltaba en la colección sesentera.
En definitiva, un disco en el que despuntan varias buenas canciones, que gustará a quien busque la calma, la tranquilidad, la sencillez, y que dejará un poco frío a los amantes de las emociones más fuertes, de los mantras hindis y de los Kula Shaker que dieron color y ritmo la década de los 90.