Yo a Esperanza Fernández la conocía, por su magistral voz y por prestársela al poema de Lorca “Son de negros en Cuba” que llegó a mi de casualidad y que cuando escuché, me cautivó de una manera increíble. Y anoche, de la mano de expertos en contar todo lo que iba ocurriendo sobre el escenario, con un itinerario que iba de derecha a izquierda, de Viena a Triana, me dejé llevar y enamorar por la magia del flamenco, y por el recuerdo de una noche que tardará en pasar al olvido si es que pasa. Descubrí un mundo desconocido para mí, y aprendí a valorar algo tan nuestro como es el flamenco, por supuesto, compartido con quien parece llevar el compás en su adn.
Porque yo no entiendo de flamenco, salvo lo básico que todo el mundo conoce, pero resulta que el flamenco es ángel y ese ángel huele a jazmín y a cielo que anuncia tormenta, y te traslada, cerrando los ojos y oyendo lo que te cantan desde el Patio de la Montería, ese lugar por donde Almutamid paseaba sus melancolías, a Cádiz, Ronda, Granada, Málaga o a la misma Cuba.
Esperanza Fernández asomó como una diosa, vestida de blanco, con su compañía; el maestro Miguel Ángel Cortés a la guitarra y Jorge Pérez a la percusión, con las palmas de los Mellis y de su hermano José. Una bailaora recibió las voces de Esperanza y de Rocío Márquez, quien al oírla con mi total desconocimiento, me llevaba a los cantes antiguos de esos que se ven en imágenes en blanco negro, cantándole una petenera que por lo visto, mi pigmalión flamenco me dijo que era un cante que daba mala suerte.
Esa petenera hablaba de las calles de Judea, y se dedicó a la bailaora Manuela Vargas y al padre de Esperanza, el cantaor Curro Fernández, quien por lo visto, tanto le cantara a lo largo de su vida. A la petenera le siguieron cantes desconocidos y conocidos para quien os escribe, pero que ante todo, estaban calándose dentro de mi por muchos motivos; Soleá de Triana, polos, cartageneras que hablaban de un “Vaciaero” que me dejó con las ganas de saber qué significaba y unas alegrías, como cantaba la Perla, según decía Camarón, que es un cante que me transporta a Cádiz de la mejor manera que conozco. Cádiz, siempre, y de cualquier manera. Esperanza supo ponerme la sal en los labios y sentir la brisa de la Caleta.
Un solo de guitarra y unas guajiras entre Rocío y Esperanza, con abanicos, protagonizaron uno de los momentos de la noche, junto con ese recuerdo por bulerías a la Paquera de Jerez, que empezaba a cantar siempre de la misma manera y que a mi, me sacaba las lágrimas.
La noche finalizó con un homenaje a su raza, cantando sola, apoyada en una silla sobre el escenario, con la Giralda como oyente y el mejor escenario para noches mágicas de flamenco, el patio de la Montería, que ya ha alojado noches mayúsculas de la Bienal. En semejante marco, con olor a jazmines, ajenos y propios, y con el cielo anunciando tormenta, Esperanza, otra de las grandes Esperanzas de Sevilla, entonó el “Gelem, Gelem”, himno gitano por antonomasia, del cual, pese a no entender absolutamente nada de su significado, sentí por mi corazón y por mi alma.
Lo sentía, y eso, era de lo que se trataba. Ese es el duende.